El regreso de las mariposas
Regreso a la zona que destruyó el terremoto de Costa Rica, hace dos meses.

Por: Henry Rodríguez Chacón, especial para Buque de Papel, Costa Rica
Marzo 2009. Un día después del terremoto..
Tenía cáscaras de barro seco hasta la cintura. Esa niña de blusa roja, con una sola trenza de cabello manchada de lodo, es imborrable en estas arrugas montañosas porque agonizaba en llanto, gritando a su padre que no quería vivir más, nunca más, en esa casa. Pero de esa casa solo sobrevivían unos escombros aplastados sobre tierra revuelta. Y olía a desastre húmedo.
Su tremenda terquedad estremecía el paisaje herido. Con sollozos que la ahogaban, la niña gritó que quería largarse de ese pueblo. Y suspiró agarrada de la mano de su padre. Ella sabía, sin embargo -como a esa hora ya lo sabía el mundo- que el pueblo no existía, que se lo había tragado una fiera terrenal, y que de sus cuarenta casas solo se asomaban amasijos de ladrillos, techos quejambrosos y muerte. Y perros husmeando y sin dueño.
Que únicamente quedaban harapos de Cinchona, en Varablanca, el refugio de las mariposas, unos suspiros antes de llegar a la catarata de la Paz (una obra natural que se colgaba bellamente de las barbas del Poás, ese volcán costarricense del que todavía se le escuchaba el resuello de viejo asmático, bajo las cobijas de este paraíso derrumbado).
Veinte horas atrás el mundo se había sacudido como un perro mojado, echando por tierra la tierra. Fue un terremoto con dientes que arrancaron bocados descomunales. Desde el aire se veía una imagen melancólica de lo que antes eran carreteras, fincas con su ganado, y el ganado con sus pájaros blancos en el lomo; y ahora son retazos gigantes, sucios de desechos y lágrimas, de árboles y tejas, y maderas fracturadas, de tierra triste. Lo que quedó de Cinchona, tumbada sobre el paisaje, con heridas abiertas que le dejaban ver el corazón.
Todavía, tantas horas después de que el mundo se sacudiera, Cinchona se movía por centenares de réplicas como barco en un mar intranquilo, mientras brigadas de rescate se llevaban familias enteras a tierra firme.
La niña de blusa roja corrió al helicóptero que por cuarta vez había aterrizado en la cancha de fútbol para arrancarle los heridos a Cinchona. Como si la despidiera para un paseo, su papá le dijo adiós con ambas manos. Y se sonrieron con la mueca del cómplice. La niña sobresalía dentro de la aeronave, porque los otros pasajeros viajarían arropados con sábanas blancas para que burlaran el frio y ella parecía entonces una gota de sangre en un gigante ponqué con hélices.
Dos días después del terremoto..
Hace tres días la catarata de la Paz (nadie recuerda quién y porqué la bautizó así) se arrojaba de una montaña de piernas abiertas, bella, imponente, clarísima, y se zambullía en un charco de esmeraldas que revolcaba incansablemente. Impetuosamente. Hoy, después del terremoto, todavía está ahí, sucia, una colada de tierra que se descuelga cansada sobre un riachuelo que se la lleva a pedazos, desastre abajo. La catarata…la de la paz sacudida.
Cinchona hoy está vacía. Sólo unos perros le ladran al silencio y las vacas imploran el ordeñador. Y el viento ha encontrado campo abierto para volver a las ruinas.
Las montañas que antes ofrecían un bosque hoy son calvas, y encima de ellas pasan nubes desesperadas y permanentemente un helicóptero colombiano que barre la zona del desastre buscando los sobrevivientes que la tierra quiera devolver, o los desdichados que derrumbes monstruosos se tragaron a la una y veinte de la tarde, con seis punto dos de intensidad, el ocho de enero pasado. El Ángel Uno de la Fuerza Aérea Colombiana le hizo honor a su nombre y Costa Rica le dijo gracias mientras lloraba.

Dos meses después del terremoto..
El regreso tiene sus misterios de carne y hueso. El retorno para quienes conocieron ese rincón de Costa Rica tiene un sabor amargo y arranca lágrimas sin saber cómo. Y para quienes eran hijos de Cinchona, que crecieron viendo su paraíso verde, las aguas diáfanas, sus mariposas, y escuchando su ganado, el regreso es tan doloroso, tanto, que la tierra casi se arrodilla a implorar perdón.
Algunos volvieron porque no había más remedio. Vivir bajo paredes derruidas es la mejor opción. Otros vuelven a seguirle rascando el espinazo a su parcela: ¡de algo tienen que vivir! Otros nunca volvieron. La casa de la niña que se llevó el helicóptero sigue aplastada bajo su propio destino, encerrando sin duda la historia de toda su familia, entre sus fotos y sus desayunos, entre las muñecas que nadie rescató y los cuadernos con tareas sin resolver. Entre el mediodía y la tarde de ese día en el que la historia les cambió.
Y como a la mayoría de las mariposas no les alcanzó la vida para volver, no volvieron. Sólo una, achocolatada rondaba por ahí buscando refugio, con paciencia. Y han llegado otras, color esperanza, convertidas en bolsas de arroz, fríjoles, leche, toneles de agua, y abrigo. Se han posado sobre los escombros mostrando sus colores. Todo vuelve. La mariposa de blusa roja, que hace dos meses voló entre sábanas blancas, ya tiene su refugio, pero ella había jurado no volver.