La c ueva de l os m urciélagos

Uno de los sitios “turísticos” de Sesquilé, en Cundinamarca.

Carolina, la acompañante, observa la inclinación de la montaña cubierta por un tapete rojo dejado por los pinos. Foto: John Sarabia. Buque de Papel.

Por: Jo h n Jairo Sarabia Trigos , Buque de Papel , Bogotá

Sesquilé es un pequeño municipio de Cundinamarca (Colombia), a una hora de la capital. Su atractivo no sólo sobreviene de la arquitectura colonial representada por La Capilla de los Dolores, Las Casa Haciendas, La Iglesia de la Inmaculada Concepción, entre otros; sino también por la riqueza natural que se respira por El Cañón de Las Águilas, El Cerro de Covadonga, el de Las Tres Viejas, el de Pan de Azúcar y otros tantos.

Sus más de cinco mil habitantes han oído hablar de aquellos lugares turísticos. Pero muchos, sin exagerar, no los conocen en carne y hueso. En una panadería de la plaza principal mencionan alguna laguna a la cual se llega caminando en el lapso de dos horas. Otros nos mencionan La Cueva de Los Murciélagos, que está mucho más cerca.

Aparte de mi casa de infancia, nunca he visto estos animales en su hábitat natural. Así que caminamos a su encuentro con mucha precaución, pues estoy sólo con una amiga y las calles parecen de pueblo fantasma.

Sesquilé se encuentra ubicado en la provincia de Almeidas a 63 km de Bogotá, Colombia. Imagen: www.cundinamarca.gov.co . Buque de Papel

Preguntando se llega a Roma

Hasta una esquina una residente es nuestra guía. Luego quedamos solos, mi amiga me mira y dice: “preguntando se llega a Roma”. Pero a medida que avanzamos hacia el tumulto de montañas por las calles inclinadas de Sesquilé, notamos la soledad de las mismas, las casas aparentemente desocupadas, los estilos notables de las construcciones y alguna que otra persona yendo en dirección contraria hacia el pueblo.

Tomamos el camino por una calle principal, tal como nos lo indicó la mujer. Llegamos a un punto donde surge un pasaje estrecho entre dos piletas de agua. Carolina, quien me acompaña durante toda la caminata, cree que debemos tomar aquella vía porque la señora parecía haberlo mencionado.

A mí me sonó extraño. Aquello era una simple trocha. Así que propuse caminar más arriba y pedirle guía al primero que viéramos. Seguimos cuadras arriba pero ninguno apareció. Luego, en una pequeña casa, un hombre nos dijo que efectivamente aquella trocha entre las dos piletas era el camino correcto. Por donde íbamos era la ruta al Cerro de Las Tres Viejas.

En las montañas de tapete rojo

Seguimos la vía estrecha rodeada de vacas a lado y lado. Salimos a un camino más despejado encontrando una señorita sentada sobre una piedra en la entrada de alguna finca. Ella nos dijo que íbamos nuevamente en la dirección equivocada. Pero esta vez sólo teníamos que devolvernos una cuadra para ingresar a una trocha y sumergirnos en las inclinaciones de las montañas.

Vamos subiendo poco a poco pisando un tapete marrón de los hilos secos que han caído de los pinos. Escalamos pequeñas rocas y caminamos con el temor de encontrar alguna serpiente encubierta. Vemos una carretera de concreto y creemos estar más cerca de la cueva. Pero no. Nos topamos con la planta que trata el agua del pueblo y los hombres nos dicen que debemos devolvernos. Ven la decepción en nuestros rostros y nos permiten salir por detrás de la planta, nuevamente hacia la montaña arbolada.

De allí en adelante el paisaje es un rojo intenso formado por los mismos hilos de pino. Desde el color otoñal de la alta montaña se observa el color frío del pueblo.

A pocos pasos de la Cueva el cronista y su amiga encuentran lo que parecen ser huellas de algún feroz animal. Foto: Patricia Hall. Buque de Papel

La Cueva

Al fin los pinos dejan de cubrirnos y salimos a una montaña más despejada. Observamos caminos escabrosos cubiertos por plantas grises que se han secado con el tiempo. Desde allí vemos el espacio negro de la Cueva y poco a poco nos acercamos con un temor emocionante.

Llegando al objetivo miramos las huellas de unas pezuñas arrastradas en el camino. No pueden ser de bicicleta por el grosor del rastro, mucho menos de carros por la montaña inclinada y sin vías. “Parecen garras de oso”, le digo a Carolina. “¿Y dónde viven los osos?”. En una cueva, como la que estábamos buscando.

Por fin estamos cerca. Se escucha el agua que desciende de la montaña. En cuestión de segundos nos encontramos frente a la cueva con el piso entapetado por un pequeño manantial. Creemos escuchar el sonido de los murciélagos pero luego pensamos en que es el agua bajando por las paredes del lugar. Lamento no traer botas pantaneras para mirar en su interior a ver si los animales cuelgan entre los más oscuro. Parece que no hay nada.

Escalo una pequeña pared descubriendo otra cueva más profunda y estrecha arriba de la primera. Nos acercamos con recelo. Dicen que esos animales se prenden del cabello. Ya nos imaginamos corriendo entre la montaña perseguidos por los alados.

Acercamos el oído y cero chillidos. Nos adentramos un poco más y cero chillidos. Hasta ahora las fotografías habían sido tomadas sin flash temiendo que las criaturas se despertaran con el resplandor. Pero propongo tomar algunas con luz y al hacerlo nada sale del socavón.

Entrar más allá sólo lo haría un pequeño. Es muy angosto. Lo otro habría sido gritar como locas entre el silencio natural. Pero nada; fue un fracaso. Vivir la aventura es emocionante aún cuando no logremos llegar al objetivo del viaje.

Se acercan las vacaciones de mitad de año y pienso con optimismo que quizá los animales se marcharon a descansar a otro lugar. Entonces llegaron dos aventureros encontrando la caverna solitaria y creyendo que La Cueva de los Murciélagos es mucho nombre para una gruta sin animales.

De regreso al pueblo nos damos cuenta que el lugar se logra ver desde la Plaza. Lanzo un suspiro pensando que en una próxima ocasión el encuentro será más dichoso.