Entre la historia y el cine

La Quinta de Bolívar es sede de proyecciones independientes.

Foto: Expedia. Cortesía.

Por: Alejandro González , e special para Buque de Papel , Bogotá

En fin, son muchas las conjeturas reales e históricas, especulativas o producto de la imaginación, las que se pueden argumentar de la relación que el Libertador siempre mantuvo con este lugar, pero, que ahora sirva como sala de cine, es por lo menos curioso, y por lo demás, creativo.

Quienes hemos visitado la Quinta de Bolívar- estoy seguro- sentimos, en algún momento del recorrido, un poco de envidia, digamos, del pasado y, claro, culpamos al destino de no habernos dado la oportunidad de existir en una época que nos permitiera ser testigos directos de los momentos históricos, que cientos de años después, serían recordados como epopeyas heroicas de personajes admirables.

Pero… pensándolo bien o mal… no sé, y haciendo un razonamiento obvio, si el capricho del destino me hubiera dado la oportunidad de vivir en la fecha en que vivió Simón Bolívar, hoy, me hubiera también quitado la oportunidad de ver una película en el mismo lugar en el que, ni al Libertador, se le hubiera ocurrido que casi dos siglos después fuera convertido en sala de cine, uno de los inventos tecnológicos y artísticos más revolucionarios en la historia reciente de la humanidad.

¡Quién lo creyera! ¡Sí, ahí estaba yo en la Quinta de Bolívar: 199 años después de la Independencia, viendo cine! La película, dramática, de la Segunda Guerra Mundial, de judíos torturados y asesinados en campos de concentración, de nazis racistas y autoritarios, de comunistas ortodoxos y recalcitrantes. Pero bueno… no me voy a adelantar a la historia….

Dia jueves. Cuatro de la tarde. Y… ¿Por qué la hora? Porque es a partir de ese preciso momento que se da luz verde a la proyección de las cintas. Llueve. Hace frío. La humedad parece colarse por la ropa. La bruma que se descuelga de los cerros orientales, como una gigante capa blanca, cubre casi toda la casa, volviéndola invisible a prudentes metros de distancia. Pensé: ver una película en medio de la niebla, jardines casi selváticos, flores, árboles gigantes, paredes de barro y un completo museo de objetos antiguos, no deja de ser un misterio emocional.

Entro. Pregunto a los vigilantes, ¿la verdad?, un poco incrédulo, que si en ese lugar existe una sala cinematográfica o algo parecido. Tranquilos, confiados y de manera desprevenida responden “que sí y que siga porque la función está a pocos minutos de comenzar”. Como sigo pensando que asisto a una función normal, donde cobran por la entrada, pregunto el precio de la boleta, y esta vez, los señores de la portería me dicen amablemente “que no, que es gratis y que siga”.

Ahora tenía vagos y desfigurados recuerdos del lugar en mi memoria. Había ido de visita desprevenida, un día de aburrimiento, once años atrás, más o menos, y especulé que, para poder redactar la crónica en contexto, tenía el compromiso de hacer un recorrido, no digamos apropiado, pero sí necesario para el escrito posterior.

Me encontré con la misma Quinta de Bolívar de hace once años, la que recorrí en mi primera visita. La verdad, estaba equivocado. Me topé con la misma casa construida hace 199 años, en 1810, para ser justo con el tiempo de su fundación. Sin embargo, esta vez había algo distinto, mi atención no se apartaba de algo novedoso, la proyección de una cinta cinematográfica llamada “EUROPA EUROPA”, me seguía rondando el pensamiento.

El recorrido lo hago ligero pero atento. Describirla, en el sentido preciso de la palabra, es imposible, o, dicho de otra manera, para que nuestros lectores puedan disfrutar de verdad de este maravilloso lugar, lo mejor es que vayan y lo visiten. Sin embargo, no voy a ser envidioso y esto fue lo poco que vi, de lo mucho que hay para complacerse: arquitectura colonial formidable, jardines de flores variopintas y verdes de tonalidades incomparables. Muebles antiguos, sobrios, elegantes. Vajillas de porcelana blanca combinadas de azules exquisitos. Jarrones de cerámica brillante y espléndida… Ahí iba en mi recorrido cuando de nuevo uno de los vigilantes me insistió que me dirigiera al pequeño auditorio que hace las veces de sala de cine.

Casa Quinta de Bolívar. Página oficial del museo.

Pensé que, tal vez por la lluvia, no llegaría mucha gente a la función. Sin embargo, la duda fue despejada al llegar a la sala. Estaban ya sentados en las viejas sillas 23 personas que, sin darse cuenta- como es obvio- conté en la mente, porque en ese momento, no sé por qué, pensé que la cifra de asistentes sería importante para mi escrito.

Antes de pasar por la diminuta puerta de acceso al auditorio, me encontré sorpresivamente con un señor de edad, que venía apresurado y con fatiga después de haber subido, como si contara cada paso, un corto desfiladero custodiado de viejos cañones de guerra franceses y españoles, por lo que pude comprobar luego.

Grabadora en mano, y después de haberle pedido permiso para hacerle un cuestionario, le pregunté el nombre: Gustavo Usme, me respondió un poco agitado todavía. Y, fui al grano. ¿Qué piensa usted de la proyección de películas aquí en el auditorio de la Quinta de Bolívar? Me respondió con una argumentación práctica y para nada elocuente: “pues es muy bueno porque se distrae unos ciento siete minutos”. Hice dos preguntas más, y detrás de don Gustavo, seguí a la pequeña sala.

El público es variado: mujeres, hombres, viejos, jóvenes. Completamos 26 agregándonos, mí entrevistado, el vigilante y yo. Estar sentado en una vieja silla, rodeado de una antigua mansión, de paredes de barro, de olores históricos, viendo una película de la Segunda Guerra Mundial, producida para las más recientes tecnologías del Séptimo Arte, no dejaba de ser un momento místico, reflexivo, y a la vez, contradictorio: el pasado y el presente juntos compartiendo el mismo lugar. La historia y la modernidad disputándose la atención del espectador. Como no había palomitas de maíz, el silencio al interior era total. De afuera, sólo se lograba filtrar el tenue y repetitivo sonido del copioso aguacero que hasta el momento no daba tregua.

Al final hubo aplausos, comentarios y reflexiones. Del film sólo se puede decir que hay que ir a verlo. Y por mi experiencia ese día, no en una sala de cine normal, no en el cuarto de la casa, sino en la Quinta de Bolívar, donde, sin lugar a dudas, la sensación es distinta. Sólo con la experiencia directa, se puede hacer un juicio justo de los sentimientos más profundos despertados por este lugar.

La idea, según los organizadores, es incentivar a la gente para que visite con más frecuencia el museo. Despertar la atención sobre el cine independiente, ese que se puede disfrutar sin tantas trabas comerciales. En fin. Darle la oportunidad real a cualquier persona que quiera disfrutar de un espacio histórico, místico, antiguo, sobrio y de recuerdos pasados, y también a la vez, que se deleite con la magia del Séptimo Arte.