Cuando la infancia salió huyendo de Trujillo

Crónica por entregas recordando la masacre en este municipio vallecaucano.

Adolescentes masacrados. Arley Valencia (primer plano, con la mano en la cadera), y Edilson Valencia (de jean azul claro). Buque de Papel .

Por: Jo h n Jairo Sarabia Trigos , Buque de Papel , Bogotá

Era la época cuando los jóvenes campesinos tenían poquita carne en sus humildes cuerpos. Hablo de adolescentes de Trujillo, municipio del Departamento del Valle del Cauca (Colombia), quienes aferraban el pilón, el machete y el rastrillo, con esos cuerpitos y aquellas miradas de niños.

Vestían ropa de colores secos y primarios, y se las ingeniaban sin tanto juguete para poder pasar alegres su infancia. Pero un día, la infancia salió huyendo del pueblo, de sus veredas y corregimientos, pues la guerrilla, los paramilitares y las mismas fuerzas de seguridad del Estado colombiano, entraron para asustarla.

A Dios gracias porque un día se marcharon y hoy volvemos a ver los niños recorriendo las cuadras del pueblo. Pero siempre habrá un espacio en la historia moderna para aquellos que cayeron en los jardines de su tierra donde hoy brota la vida.

El día en que los camiones no vieron los palos

Arley Acevedo Valencia y Edilson Rodríguez Valencia, no son nombres de cualquier persona. Pertenecen a niños de catorce y dieciséis años, respectivamente, quienes desaparecieron en marzo de 1990 a manos de hombres sangrientos.

Consuelo Valencia, la mamá, derrama sus lágrimas cuando me dice que algunos vieron a los sujetos cuando colgaban de un árbol al mayor de los dos. “Los mismos vecinos me cuentan cómo torturaron a Edilson”, cuenta. El último día que lo vio estaba apresado por dos hombres que le cubrieron la cara. En medio de todo él le dijo adiós con una de sus manos.

Los hermanos Valencia “eran unos muchachos muy inquietos, traviesos. Le botaban el almuerzo al papá” y, como lo recuerda entre una apagada risa, lanzaban troncos en medio del camino para que los carros se detuvieran a quitarlos. Mientras tanto los dos angelitos se reían en un costado oculto de la carretera.

“Mamá, ¿qué vamos a hacer?”, preguntó Edilson al ver que los bandidos se llevaban a su padre. Pero lo regresaron en la madrugada, torturado, y sin pensarlo, murió cinco meses después, “de pena moral”, sabiendo que a sus hijos mayores los habían desaparecido para siempre.

“Yo era como sin sentido. Veía a las personas y no las conocía. Sentí mucha soledad”, me dice Consuelo, la humilde mujer que no permite que me vaya sin siquiera tomarme una taza de tinto (café).

Doña Consuelo cuida El Parque Monumento que les hace honor a las víctimas de la masacre de Trujillo, entre quienes se encuentran sus pequeños Edilson y Arley. Foto: J.J. Sarabia. Buque de Papel

C asi me muero”

La infancia huyó porque salir al parque de Trujillo o jugar en las veredas era igual a caminar por un campo minado. “En ese tiempo nadie se hablaba”, afirma Fabio López Ramírez, a quien le mataron para la época a siete de sus hijos. “Yo tuve que ponerme en tratamiento”, dice su esposa, Ana María Vargas, “Casi me muero”.

El menor de todos iba a cumplir dieciséis años cuando lo hallaron muerto a pocos pasos del sitio conocido como El Paso de la Muerte, hoy un terreno rojizo donde encuentro a niños con sus bicicletas. Se llamaba José William. “Mamá, yo voy a ser un profeta”, recuerda Ana María. “¡Qué!”, le contestó ella. “Lo verá, mamá. Yo voy a ser un profeta”, replicaba el adolescente. “No me acuerdo por qué dijo esa palabra”, me dice la señora.

Le pregunto si tiene algún recuerdo, algún juguete. Ella me contesta: “Todo lo desaparecí”. Su marido, desde la mecedora, interviene: “Ya lo que se fue se fue. Con pensar no los vamos a recuperar, con llorar menos y, ponerse hablar de eso ¿para qué? Está en un proceso que no se debe comentar”.

Ellos tampoco permiten marcharme sin que me tome un pocillo de tinto. El Señor Fabio me hace prometerle algo: conseguir el número telefónico del padre ‘Chuco’, a quien considera un héroe que debería venir al pueblo a dar una homilía.

El Señor Fabio y su esposa Ana María optaron por botar los recuerdos de sus hijos porque “lo que se fue se fue”. Foto: J.J. Sarabia. Buque de Papel

La que no pudo disfrutar de un parque

Lida Ortiz es otra familiar de víctimas. Cuando dije que las fuerzas de seguridad del Estado Colombiano estuvieron implicadas en los múltiples asesinatos, no lo afirmé en vano. Para la misma fecha cuando desaparecieron a los hermanitos Valencia, esta mujer tuvo el coraje de llegar a la base militar donde los uniformados tenían a su esposo “amarrado, tapado y lo estaban golpeando”.

“Yo le dije a mi esposo que se fuera”, asegura Ortiz, y él le respondió “que por qué se iba a ir, si él no debía nada”. Estaban en la Sonora, una vereda, cuando quitaron la luz y se lo volvieron a llevar, esta vez sin tiquete de regreso.

Lida tenía entonces a una pequeña de veintiún días de nacida, cuando la pequeña no volvió a abrir sus ojitos. No se la llevaron los personajes sanguinarios, pero la mujer reconoce que “cuando estuve embarazada mantenía miedo por la guerrilla”.

Fue una época de terror y horror, de encontrar gente descuartizada por el río Cauca, de mantener silencio y salir de las casas solo lo estrictamente necesario.

Después de la desaparición de su esposo y la muerte de su pequeña, hoy Lida tiene tres hermosos pequeños y lucha por la memoria de las víctimas. Foto: J.J. Sarabia. Buque de Papel

Doña Consuelo aún recuerda que “los niños se mantenían muertos de miedo. Todo era nervios”. Los pequeños se tiraban a la orilla del río cuando escuchaban el sonido de algún carro por la vía.

Los niños de hoy no saben lo difícil que era jugar en medio de asesinos. Sin embargo, El Parque de la Memoria no quiere dejar nada en el olvido.

La p róxima semana : El Parque Monumento, “Los muertos aparecen vivos en cuerpos esculpidos”.