Un adiós slowly

Un adiós slowly

Conocer a Luis Eduardo Aute fue una de las experiencias gratas que el ejercicio del periodismo ofrece; pocas, muy pocas, pero satisfactorias. 

Por: Carlos Fernando Álvarez, Buque de Papel, Bogotá

La cita se concretó para el viejo hotel Hilton, en el sector de San Martín, al lado del Centro Internacional bogotano. Era 1992 y muchas actividades se realizaban en ese año cuando se conmemoraron los 500 años del encuentro de Europa con América. Ese fue el pretexto para que el desfile de artistas de la llamada canción mensaje comenzaran a hacer conciertos y presentaciones que en el país eran improbables y menos masivas.

Siempre, los jóvenes en ese año, estábamos ansiosos de repetir experiencias –mejor organizadas eso sí- del Concierto de Conciertos en 1988, en el estadio El Campín, cuando los referentes del rock en castellano se presentaron en una maratónica jornada. 

Se hablaba de la visita de grandes de la música, como Gloria Estefan y Miami Sound Machine y Iron Maiden, pero de los rumores no se pasaba.

Entonces, cuando esos músicos con décadas de una carrera establecida renovaron su vínculo con las nuevas audiencias, no me podía quedar al margen, y más cuando hacía los pines en el periodismo con un programa en la emisora Minuto de Dios apropiado para esa época: Magazín Cultural Quinto Centenario. Nada religioso y sí rescatar ese pasado histórico prehispánico, los pueblos originarios y con las entrevistas con los artistas de ambos lados del charco.

El encargado de la disquera BMG Ariola me esperaba en el lobby del hotel. Con un frío apretón de manos me dijo que tenía que hacer una diligencia y que subiera al ascensor: piso 15, habitación 1504. Aute me esperaba. 

Ya en el piso y frente a la puerta de la habitación (eran enormes y parecían departamentos) timbré. Iba revisando el material de prensa de Slowly, el álbum que lanzó ese año, con una sugerente mujer desnuda, y con el cual hacía nueva música para generaciones como la mía que no teníamos ni idea de que existiera. La mal llamada radio juvenil colombiana en los 90 y sus locutores, seudoperiodistas, y pinchadiscos vivían de la “payola” (soborno) y de difundir únicamente lo que las disqueras grandes mandaran, para mover las cajas registradoras. 

Artistas como Aute eran marcianos y al mejor estilo de Star Trek, se teletransportaban entre épocas, para tocarnos el corazón a algunos, y luego regresar a su tiempo perdido en el espacio. En ese entonces no había redes, ni youtube y los canales de videos como MTV y VH1 eran poderosos para difundir tan solo la música anglosajona. 

Así que armado con lo mejor que tenía entre manos y era el comunicado de prensa vi al hombre que abrió la puerta: alto, flaco, con una barba de varias semanas, y un pucho en la mano. “¿Carlos?” –me preguntó- ¡Bienvenido!-.

Apretón cordial y una sonrisa sincera y sencilla. Frente a mi, el poeta, pintor, escultor, cineasta y cantautor, uno de los referentes de la cultura ibérica de los últimos 60 años. Publicó más de una veintena de discos de estudio y varios de sus temas fueron inmortalizados por otros artistas, como “Al alba”, “Rosas en el mar”, Las cuatro y diez” y “La belleza”.

Aute también era un tipo que fue reconocido por su voz y sus letras sensibles y llenas de sensualidad, pero también de la más ácida crítica social.

Su presencia en ese año era para integrar el cartel del llamado Concierto de los Pueblos, una iniciativa iberoamericana entre empresarios, que puso en la misma tarima del vetusto coliseo El Campín, con sus problemas acústicos, a Facundo Cabral, Mercedes Sosa, Piero, Joaquín Sabina, Los Jarkas, en fin toda la contelación de la vieja canción protesta (o social como la llaman ahora) y unos jóvenes que comenzaban a tener recorrido en Latinoamérica, como Ricardo Arjona. Y Aute estaba allí también para cantar.

Con sus raíces filipinas (nació en Manila, en 1943), me invitó a sentarme en el amplio sofá de color blanco que dominaba el ventanal por el cual se miraba el atarceder con el bogotano “sol de venado”.

En la mesa de centro los ceniceros llenos, vasos vacíos y usados, la cajetilla de Camel y el encendedor de plástico y la botella del Johnie Walker sello rojo a medio uso. Y el hielo en cubitos.

Amplio como el que más se preparó una copa y me ofreció. –Estoy en servicio -, dije riendo, como una manera elegante (creía al menos) de rechazar la bebida. Pero en especial porque mi relación con el whisky es de odio y me agarra rápido. Además, sí estaba trabajando, y debía tener todos los sentidos dispuestos y abiertos para captar los movimientos de un alma sensible como la de Aute.

Y la vi. Recostada en el sofá su guitarra de color caoba oscuro. Las cuerdas brillantes, las tres superiores metálicas y las tres inferiores de nylon. Y con sus sensuales curvas parecía una dama de amplias caderas “donde no se pone el sol”, escribiría en una de sus canciones su compadre de armas y de farras, y de vida, Joaquín Sabina.

La charla se llevó a cabo con buen ritmo, hubo referencias a García Márquez, a Rafael Pombo y sus fábulas, al aporte español a nuestra América (en lengua, en influencia mora, en cultura) así como a la parte oscura: las masacres de los indios y sus familias, el robo sistemático de sus tierras, la esclavitud, las violaciones. “Los políticos en todas las épocas son unos hijos de puta”, fue su reflexión. Y me puso en calzas prietas porque hubo que editarla para poder usar el resto de la entrevista en la emisora católica. 

El retirado padre Alberto Linero, que era mi jefe entonces, me dijo con su vozarrón samario: “mijo, pueden hacer el programa cultural, pero sin groserías ni vainas malucas, ni otras carajadas”. El programa y su evolución, “Ritmo Latino”, duró dos años.

Cuando estaba cerrando la entrevista golpearon a la puerta. Aute se levantó del sillón y ágil abrió de nuevo la puerta. Me quedé pasmado: Joaquín Sabina entró guitarra en mano (española como la que más). Saludo rápido y le dijo: “oye, calavera. Ayúdame a terminar este puente”. Se sentó en el sillón vecino, mientras Luis Eduardo me presentaba y le preparaba un whisky, claro, sin soda. 

Allí veía a uno de mis ídolos: y conocer su música fue igual de improbable: en los discos de 45 revoluciones que uno intercambiaba en los camiones de gaseosa con lo mejor del llamado “rock en español”, se coló “El Hombre del Traje gris”, con dos sencillos, “Una de romanos” y “Besos en la frente”. Luego fue escuchar en la vieja Radio Tequendama (la del Patico Discotequero, con Jairo Alonso, quien sí sabía quién era Sabina, y difundía ”Medias Negras”, “Caballo de cartón”, “Pongamos que hablo de Madrid”). De inmediato le expresé mi admiración, pero el tipo estaba seco.

Luego hubo chance de entrevistar a “Joaquinito” dos días después del concierto, pero esa será otra historia. “Aute me ayuda con algunos temas de mi nuevo disco”, apuntó a decir. Y el puente era el estribillo –no comercial- de una de las canciones que luego integró el álbum Física y Química.

Al final, Aute, el amplio, me brindó el autógrafo con sus líneas pictóricas conectadas a su corazón y que aún conservo, en una hoja de libreta y con tinta verde. Por eso, decidí desempolvar el papel al enterarme de su muerte en Madrid, sin que se sepa (nunca se reconocerá) si fue motivada por el coronavirus. Fue un adiós “slowly” porque en 2016 le dio un paro cardiaco que lo mantuvo dos meses en coma y desde entonces su salud fue un revés. 
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